Eduardo Chillida decía que al imaginar sus esculturas en su pequeño estudio de Ategorrieta, era como un pianista que se deja llevar por su inspiración.
Después, cuando había que hacer realidad las obras, se trasladaba a los hornos de Patricio Echeverría, en Legazpi, para vivir en la fábrica cómo se forjaban toneladas de belleza que pasaban de su imaginación a la realidad.
Allí, aquel músico transformado en director de orquesta, colaboraba con ingenieros y caldereros, una suerte de intérpretes sorprendidos por un artista que cautivó al mundo con su obra.